Si hay algo que los argentinos no pueden echar en falta jamás, es ese componente cotidiano de sus vidas llamado conflicto.
Es que la vida del connacional es conflictiva en sus diversas facetas; personal, familiar y pública, y también lo es, sea cual fuere el estamento social al que pertenezca.
Se podría decir que tener o experimentar conflictos es parte del patrimonio nacional, no importa si se es pobre o rico, joven o anciano, instruido o analfabeto.
El año 2009 no fue una excepción en cuanto a sumar conflictos, y el 2010 ya se anticipa , para utilizar la expresión de un conocido columnista, como de mayor crispación social aún.
Por otra parte, salta a la vista que no es grato vivir inmerso en conflictos, algunos fugaces, otros que se nos antojan inacabables, y otros todavía que podrían nombrarse como repetitivos, recurrentes, parecidos a esos males que nos aquejan por un tiempo, se van, y pronto reaparecen para volver a atormentarnos.
Ante este panorama ¿qué tenemos para aportar los resolutores de conflictos; es decir, los negociadores profesionales?
En primer lugar, que el conflicto no es una enfermedad rara, sino un fenómeno inherente a la naturaleza humana. De allí que sea imposible erradicarlo, y que tampoco exista un remedio universal (o panacea) para curarlo.
Simplemente, las sociedades se organizan para que exista un nivel social aceptable de conflictos, y aquellos otros que sobrepasen ese nivel, puedan ser resueltos aplicando diversos procedimientos que se vinculan estrechamente y eficientemente con la cultura de la sociedad que los experimenta.
Lamentablemente, la sociedad argentina no cuenta con un umbral establecido en cuanto a la cantidad , intensidad o calidad de los conflictos que pueda considerar per se, como un costo aceptable de vivir en sociedad. Solamente, y aunque parezca mentira, está acostumbrada a soportar lo que venga.
De la misma manera, los mecanismos y procedimientos tradicionales para tratar conflictos excepcionales, o se ven desbordados, o son ineficaces o directamente son neutralizados en su tarea de resolverlos y hacer más soportable la vida comunitaria. Tampoco existe una genuina cultura negociadora del ganar-ganar, como en otras sociedades.
Es que en la Argentina hay argentinos que viven de la provocación de conflictos en mayor medida que en otras culturas, y que cuentan con gran influencia social para hacerlo.
¿Estamos entonces ante una sociedad irremediablemente conflictiva, al punto de perder toda esperanza, cual si se estuviera por atravesar el portal del infierno del Dante? Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate (III, 9).
De ninguna manera.
Toda moneda tiene dos caras, y hasta ahora hemos pasado revista al lado más sombrío de la sociedad argentina.
Permítaseme decir que todo conflicto, aún en su negatividad, inherente al mismo, es contemplado modernamente como el acicate y la oportunidad de aprendizaje y progreso de una sociedad.
Es decir que tener una sociedad con muchos conflictos significa tener una oportunidad única de aprender a resolverlos de una manera original, efectiva y sobre todo, propia, exclusiva de hacerlo. Estamos hablando del diseño de una comunidad de personas que funcionen bien como un conjunto social o nación.
¿Qué se debe hacer?
Para ello, lo primero que se debe hacer es instalar la idea de que no hay buenas o malas relaciones entre las personas: solamente hay relaciones que funcionan y otras que no lo hacen.
Las relaciones que funcionan son aquellas en donde las partes en conflicto han hallado entre sí un interés en común, en el cual se apoyan para resolver sus diferencias e intereses opuestos.
Encontrar este punto de apoyo significa, al igual que cuando utilizamos una palanca en física, lograr los objetivos con un menor esfuerzo y desgaste personal.
En una sociedad bien diseñada, el interés en común que debe primar en todos los niveles del tejido social, (ya sean estos, meros ciudadanos, líderes industriales, agropecuarios, financistas, y sobre todo aquellos de la clase política), es lo que se denomina usualmente como: Bien Común.
Él será nuestro punto de apoyo en la tarea de resolver conflictos. Y esto no deberá ser considerado como de importancia vital ni por altruismo ni por amor, sino simplemente por conveniencia de todos los ciudadanos.
Efectivamente, es la terrible noción de saber que estamos todos apretujados en un pequeño bote en medio de un mar proceloso, lo que nos va a impedir volcarlo, y lo que es más importante, impedir que los fabricantes de conflictos profesionales lo hagan zozobrar.
Si no nos une el amor, al menos que lo haga el espanto, y el instinto de supervivencia.
En segundo lugar, y por otra parte, es importante que se abra un amplio debate acerca de qué nivel de conflicto considerará la Argentina como umbral aceptable en la determinación de su calidad de vida.
Esto implica por cierto, tener la valentía de replantear muchas cosas, aún la legislación vigente y la manera de cumplir la misma, tanto por parte de los ciudadanos como por aquellos encargados de aplicar las leyes.
En tercer lugar, se deberá reflexionar acerca de cómo excluir a los agitadores , provocadores y fabricantes de conflictos de la vida cotidiana. Aquí se requerirá de una gran dosis de civismo republicano, no del que se declama, sino del que se practica y vive.
No se trata de excluir ni de cercenar derechos. Recuerde que el objetivo es bajar el umbral de conflictos a un nivel aceptable y asegurar el bien común y la paz interior.
En cuarto lugar, comenzar a diseñar estructuras alternativas a las ya perimidas, periclitadas para resolver conflictos. El punto de partida de ello es una gran dosis de creatividad, no tener temor a innovar, y sobre todo, desear fervientemente vivir en Paz, de una vez por todas.
La única fuerza capaz de garantizar que caminemos en la dirección correcta en la construcción de una sociedad con menos conflictos es el consenso social, y no la adhesión a ideologías o partidismos sectoriales. Como dice el viejo refrán: La unión hace la fuerza.
En cuarto y último lugar, acostumbrarnos a la idea de que no es posible alcanzar la Paz Social viviendo de mentiras, eufemismos, y parcialidad histórica. Hay que comenzar a hablar claro, decir las cosas como son, y no deformar la realidad a la conveniencia del mandamás de turno.
La realidad y la naturaleza de las cosas poseen ciertamente alguna plasticidad, es decir que se pueden torcer o deformar, pero la historia -Maestra de los hombres- nos enseña que siempre, tarde o temprano, las cosas vuelven a su norma y lugar.
No es posible diseñar una sociedad sobre la mentira, el garantismo, la negación de la inseguridad, la abolición de la familia como célula básica de la comunidad, puesto que en ella por primera vez se aprende el principio de la unión y la cooperación, para vencer las dificultades de la vida.
Tampoco se puede afirmar que la familia no es una conjunción de varón y mujer, cuya importancia, además de la expresión de amor mutuo, reside en la fertilidad de ese amor, que termina por darle hijos a la Patria asegurándole su grandeza.
Debe comprenderse que sólo los países con poblaciones vastas y preparadas predominan en el mundo, siendo las demás naciones vasallas de hecho de aquellas potencias.
Es por eso que debe diseñarse una sociedad donde parte de los conflictos que nos horrorizan, y que por cierto están más arriba de cualquier umbral de tolerancia deben ser terminados: niños desnutridos y hambreados, faltos de atención médica, instrucción y formación ciudadana. Niños destrozados por el flagelo de la droga. Niños muertos antes de nacer, víctimas del peor de los genocidios: el aborto, ya sea clandestino, o permitido y alentado por un Estado corto de miras y falto de moral.
La fortaleza: una virtud necesaria.
Para realizar esta tarea que se antoja titánica, superior a nuestras fuerzas, tenemos en nuestro haber para iniciarla, mucho más que otras sociedades que han triunfado: una Fundación con la letra “F” de Fe, una Estirpe de raíz muy profunda, que ya retoñó en hombres como San Martín o mujeres como Juana Azurduy, y tantos otros, y que volverá a hacerlo.
Sus sacrificios y muertes son la justificación de esta quimera que llamamos Patria, y que nos espera al doblar la esquina de nuestro esfuerzo en común.
Por otra parte, todavía somos un pueblo de personas cultas, creativas, arrojadas, vivaces, y que ansiamos un futuro cuya salida no se encuentre en el aeropuerto más cercano.
Sólo nos falta la determinación de comenzar.
Vaya pues, mi deseo para este nuevo año: compatriotas, empecemos de una buena vez. El 2010 es una buena excusa para ello. ¡Somos la mayoría, trabajemos por la Paz!
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