Comparto las observaciones del autor, a quien considero uno de los más lúcidos prelados que ha producido la Iglesia Católica Argentina.
En un artículo publicado en el diario
platense El Día con el título “Tres problemas argentinos”, el arzobispo
de La Plata, monseñor Héctor Aguer, desarrolla unas reflexiones sobre el
desinterés por el bien común, el permanente estado de discordia y la
falta de educación para la vida social, males que a su criterio, aquejan
a nuestra nación.
El prelado platense dice que existe en la Argentina una fuerte
inclinación a discurrir acerca del ser nacional y que también se ha
escrito abundantemente sobre el tema, pero piensa que esta preocupación
no es tan preponderante en muchos otros países, lo que lo mueve a pensar
que en el caso de la Argentina se trataría, tal vez, de un síntoma de
adolescencia.
“Hablar de ser nacional -señala monseñor Aguer- implica describir
los rasgos que caracterizan a una nación, a esa comunidad biológica,
social, cultural en la cual los miembros comparten la conciencia y el
sentimiento de ser tributarios de una historia común. Subrayo algunos de
los términos empleados: común, comunidad, compartir, participar;
contrastan con cualquier enunciado retórico y altisonante y se refieren a
una realidad humilde y esencial, constitutiva. Pienso en el bien común
de la nación, que lo es por su universalidad: es comunicable,
participable, hace a la suficiencia de vida, al bien vivir de cada uno
de los miembros y de todos en su conjunto, como comunidad.
“Es posible -añade- proyectar estas nociones sobre un estudio de
la índole argentina –supuesto que lleguemos a describirla y nos pongamos
de acuerdo sobre la definición–; entonces saltarán a la vista algunas
falencias. Quiero aventurarme en señalar tres problemas argentinos.
“El primero puede identificarse como una tendencia a anteponer el
bien particular al bien común. Concretamente, por primacía del bien
particular entiendo la inclinación a otorgar predominio a los intereses
sectoriales, que se imponen al interés común de la nación. El concepto
de bien común, que es clave en la Doctrina Social de la Iglesia, resulta
una noción extraña para muchos en el mundo político. Precisamente, la
autoridad gubernativa tiene como función específica la justa
conciliación de los intereses particulares de individuos y de grupos en
orden a conseguir y asegurar durablemente el bien común; pero para
lograrlo se exige la colaboración de todos, el accionar comunitario. El
problema no es puramente pragmático, y mucho menos oportunista, sino que
plantea la dimensión moral de la convivencia social.
“Otra cuestión eminentemente ética salta a la vista en la historia y
en el presente de los argentinos: grava sobre nosotros un atavismo de
discordia. Es un fenómeno que se ha verificado desde nuestros orígenes,
desde los días de la independencia, pero en algunas etapas se manifestó
con atrocidad y ha causado enormes sufrimientos. Es necesario curar esta
llaga, no resignarse a vivir con ella. Lo peor ocurre cuando se
incentiva la discordia y se teoriza sobre la utilidad de las
oposiciones; se presentan los conflictos como necesarios: si existen se
los agudiza y si no existen se los crea. ¡Todo lo contrario! Los
conflictos tienen que ser resueltos mediante la apertura al diálogo, que
incluye la discusión respetuosa y una voluntad favorable al gran bien
de la amistad social.
“Esta referencia al diálogo no es una invocación beata, ni una mera
aspiración idealista; responde a una teoría correcta de la sociedad,
pero tiene configuraciones concretas de sentido común. Hay que reconocer
que se trata, además, de una meta políticamente realizable y que
asegura la naturaleza virtuosa, ética, de la actividad política. No hay
nada más razonable y deseable que las diversas fuerzas sociales y
políticas –aun si se diferencian por planteos ideológicos
contrastantes– se pongan de acuerdo para resolver problemas
fundamentales, para superar necesidades evidentes. Todas ellas
realidades objetivas a propósito de las cuales se puede y se debe estar
de acuerdo. El cultivo de la confrontación y la manía de demoler puentes
son típicas rémoras de la vida política argentina, que es preciso
superar con inteligencia y amor.
“En tercer lugar, destaco la importancia de promover una constante
educación para la vida social. Este aspecto capital del desarrollo de la
personalidad debe comenzar muy pronto en la vida del niño y ha de
realizarse ante todo en el seno de la familia. La situación de la
cultura actual deja ver la pérdida de valores fundamentales de humanidad
que se transmitían normalmente en el ámbito familiar y que la escuela,
cuando el sistema educativo funcionaba correctamente, ayudaba a
afianzar. La formación para la vida social incluye como un bien esencial
la recta educación para la libertad, que no se entiende en sentido
individualista, y que se verifica mediante el cultivo de la orientación
de inclinaciones naturales del hombre, que incluye la vida en comunidad,
en el sentido de compromiso voluntario y generoso de la persona en los
intercambios sociales. Es la preparación para la vida en la pólis, la
formación del ciudadano de tal modo que todos seamos responsables de
todos. Este valor se llama solidaridad.
“Podemos avizorar -concluye monseñor Aguer- la superación de
clásicos problemas argentinos si logramos formar adecuadamente a las
nuevas generaciones. Pero ¿y la nuestra? Muchos piensan que en la
Argentina la sociedad es mejor que la política, que los políticos. Sin
embargo, las falencias que he señalado indican –si es aceptable mi
observación– que la superación de nuestros problemas exige la necesidad
de una reeducación en algunas áreas de nuestra personalidad colectiva.
Una recuperación de lo mejor de nuestro ser nacional y a la vez la
sanación de sus crónicos desarreglos.+